se acerca el día y comienza a perturbarse. marilyn baja las escaleras del hotel a los tumbos, su cabeza atravesada por la resaca y sus ojos se resisten a la luz. el babydoll está descosido, se transparenta sólo una de sus tetas; la otra, baila relajada al compás de sus sobresaltos. en una mano lleva las llaves, en la otra, la billetera. se recuesta sobre la barra, con las piernas cruzadas y su cabeza apoyada en los antebrazos. está despeinada y se hace pis, piensa. pero también piensa en decirle cosas obscenas al bartender, y entretando pide un margarita. de reojo mira el salón, con detalles ridículamente lujosos -el lujo se le hace inevitablemente ridículo, y por eso tan atrapante, piensa-, con molduras de oro y espejos polarizados. las arañas la encandilan,  entonces vuelve a entrecerrar los ojos y a mirar al bartender que le acerca ya su trago. se toma dos, luego un tercero, y finalmente un cuarto vaso. descubre el reloj enorme de marfil que hay sobre su cabeza: son las siete de la mañana. los huéspedes desayunan café con leche y medialunas y ella, ya tiene que despertar.

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